miércoles, 29 de junio de 2016

Hispanoamérica vista por Juan Valera (1888)

En la temprana fecha del 7 de mayo de 1888, el escritor español Juan Valera, dirigió una carta, contenida dentro de su libro "Cartas americanas", rechazando la denominación de "raza latina", al referirse a Hispanoamérica. Un ejemplo del doloroso esfuerzo que supone, a lo largo de los años, la lucha contra la manipulación de la historia. He aquí el contenido de dicha misiva:


Mi distinguido amigo: La última producción de Andrade, titulada Atlántida, es el canto del cisne donde su sentir patriótico y de raza está expresado con mayor elegancia y brío. Premiado el canto en público certamen, y siendo además la obra más encomiada del poeta, bien puede afirmarse que las ideas y los sentimientos que contiene son de los más populares en las orillas de La Plata.


No pretendo yo negar que el canto es hermoso. No me propongo escatimar las alabanzas ni deslustrar los aciertos sacando a relucir faltas y errores. Tampoco gusto, por lo común, de impugnar con la fría dialéctica de la prosa, lo que tal vez afirma un poeta arrebatado por el estro; pero ¿cómo prescindir de mi propia manera de sentir, de mi ser de español-peninsular, y no contradecir sentimientos e ideas que en la Atlántida se expresan y que en algo o en mucho nos lastiman?
El canto Atlántida está dedicado al porvenir de la raza latina en América, y esto de raza latina ofende mi amor propio español. En esto, para España, hay algo que hiere, como se sentiría herido un anciano al saber que un hijo suyo, emancipado, rico, con gran porvenir, establecido en remotos países y lleno de altas miras ambiciosas, justas y fundadas, había renegado del apellido paterno, y en vez de llamarse como se llamó su padre, había adoptado el apellido de un amo a quien su padre sirvió en la mocedad.
Al llamarse latinos los americanos de origen español se diría que lo hacen por desdén o desvío del ser que tienen y de la sangre que corre por sus venas. Ellos se distinguen entre sí y de nosotros llamándose argentinos, mejicanos, colombianos, peruanos, chilenos, etcétera. Pero si buscan luego algo de común que enlace pueblos tan diversos e independientes, me parece que el tronco de las distintas ramas no está en el Lacio, sino en esta tierra española. Los Estados y las naciones que han surgido en América de nuestras antiguas colonias son tan españoles como fueron griegas las colonias independientes que los griegos fundaron en África, en Asia, en Italia, en Sicilia, en España y en las Galias. No se avergonzaron estos griegos independientes de seguir llamándose griegos, y no imaginaron llamarse pelasgos o arios para borrar o esfumar su helenismo en calificación más vasta y comprensiva.
Y aunque se diga que los portugueses no son españoles y que hay un gran imperio de origen portugués en América, el argumento no vale. Si hemos de reducir a un común denominador a los lusoamericanos y a los hispanoamericanos, a fin de sumarlos luego, más natural sería hacerlos a todos, no latinos, sino ibéricos y hasta españoles. Los portugueses, en los siglos de su mayor auge y florecimiento, cuando tenían navegantes, héroes y poetas como Gama, Cabral, Diego Correa, don Juan de Castro, Alburquerque y Camoens, no desdeñaban el ser españoles, por más que dentro de este predicamento general pusieran la distinción específica de portugueses. Ni sé yo que los austríacos, cuando no son húngaros, bohemios o croatas, así como tampoco otros pueblos germánicos que no dependan del Imperio alemán, fundado por los prusianos, repugnen el dictado de alemanes y pretendan llamarse de otra manera. Más derecho será negar al Imperio flamante el exclusivo título de alemán.
De esta suerte, pudieran los portugueses, si hubiera tribunal con jurisdicción para decidir y el negocio importase más, poner pleito a España por haberse alzado con el nombre de España y pedir que este Estado se llamase Reino Unido de Aragón y Castilla.
Me parece, por otra parte, que el título de América latina disuena más al promover la contraposición con la América yanqui, que han dado en apellidar anglosajona. Para que la contraposición fuese exacta, convendría, si llamamos anglosajona a una América porque se apoderó de Inglaterra un pueblo bárbaro llamado anglosajón, llamar visigótica a la otra América, porque otro pueblo bárbaro, llamado visigodo, conquistó la España. Igual razón habría para llamar a los Estados Unidos y al Canadá América normanda, con tal de que la restante América se llamase moruna o berberisca.
La verdadera contraposición, la innegable diferencia entre los yanquis y los hispanoamericanos de cualquier república que sean, no está en lo germánico, ni en lo latino, ni en lo normando, ni en lo moruno, ni en lo anglosajón, ni en lo visigótico, sino en que una América, civilizada ya, procede de ingleses y de españoles otra, cuando Inglaterra y España eran al fin dos naciones perfectamente formadas y distintas, con condiciones propias y con carácter peculiar y con sello de originalidad indeleble. Y este sello tiene o debe tener fuerza y virtud informante para marcar y asimilar a la gente que entre por aluvión a ser parte de la población de los nuevos Estados. Y así como no es de presumir que los franceses del Canadá y de Nueva Orleáns, y que los españoles de origen de California. Tejas y la Florida, y mucho menos los seis o siete millones de negros, ciudadanos libres hoy de la república que fundó Washington, cambien el ser de aquella República y borren su origen, en su mayor parte inglés, menos debe temerse que los italianos o los franceses que emigran ahora a la América, de origen, no en su mayor parte, sino exclusivamente española o ibérica, borren la filiación y las señales de la procedencia y conviertan aquella América en latina.
Hechas estas consideraciones para que quede en su punto la verdad, severa y prosaicamente considerada, no debiéramos disputar más con el poeta, sino repetir la sentencia de Horacio del quidlibet audendi, y dejarle imaginar lo que se le antojara y convertir en latinos a todos los hispanoamericanos desde Nuevo Méjico a Patagonia.
En medio de todo, no hay concepto generalizador que, aun pareciendo absurdo por un lado, no tenga por otro cierto racional fundamento, el cual estriba en nociones vagas, que se desprenden de ciertas nuevas, como, en este caso, de la filosofía de la Historia, de la Etnografía y de la Filología comparativa, y pasan al dominio del vulgo. De aquí, sin duda, que habiendo sido tan pocos los latinos, allá en un principio, nos convirtamos ahora todos en latinos, con sorpresa y pasmo de los que no están en el secreto y por obra y gracia de las mencionadas ciencias.
Podemos llamarnos latinos, aunque no raza latina, como ya nos llamaron latinos los griegos del Bajo Imperio, para quienes los alemanes y los ingleses, y con sobrada razón, eran latinos, porque habíamos sido todos civilizados por el latín y con el latín: por el imperio latino de Roma y después por la Iglesia latina de Roma. Podemos llamarnos latinos, porque nuestras lenguas proceden del latín, y, en este sentido, no son latinos los alemanes; pero no sé yo por qué los ingleses han de ser más germánicos que latinos o celtas. Si es cuestión de vocablos, acaso, casi de seguro, hay en un Diccionario inglés tantas palabras tomadas del latín como tomadas de otro idioma. Y si nuestro latinismo se funda en el influjo civilizador de la Iglesia romana desde la caída del Imperio hasta la Reforma, los ingleses y los irlandeses resultan más latinos que los españoles, quienes durante toda la Edad Media estuvieron mucho más separados que Inglaterra y que Irlanda del influjo de Roma.
En resolución, y bajo cualquier aspecto que esto se mire, yo comprendo que, con el andar de los siglos, desaparezca del todo entre los yanquis la huella de su origen inglés y entre los hispanoamericanos la huella de su origen español, para que yanquis e hispanoamericanos sean algo enteramente nuevo; pero no comprendo que yanquis e hispanoamericanos se borren el ser inglés o español que tienen para que aparezca por bajo un ser anglosajón o latino, a la manera que se puede borrar lo escrito recientemente en un palimpsesto para que salga a relucir por bajo alguna obra clásica de antigüedad remota.
Si otro modo de transformación puede o no ocurrir, misterio es profético, en el que no debo entrar. Sólo digo que esta transformación, por cuya virtud quedasen descastados los españoles ultramarinos, los vejaría más a ellos que a los españoles peninsulares. ¿Carecerá la raza que colonizó tan inmensa extensión de ambas Américas de vigor y de nervio suficientes para imponer el sello característico que la distingue? ¿Cederá al empuje de la inmigración creciente, dejando, verbigracia, que los franceses o los italianos se sobrepongan, y que las nuevas nacionalidades, y tal vez las lenguas, sean un conjunto italofrancohispanolusitano que venga a denominarse latino, para que no sea tan largo el término de expresión?
Me parece que, en todo caso, han de pasar centenares de años antes de que esto ocurra.
Lo más probable, así como lo más deseable, será que el Brasil, prescindiendo de tupinambas, y guaraníes y de negros bundas y minas, y considerado como nación civilizada, siga siendo portugués de casta y origen, y que sus habitantes sigan hablando y escribiendo la lengua portuguesa, enriquecida ya por ellos con un tesoro de poesía épica y lírica y con muy estimables libros de Historia y de Derecho; que todas las repúblicas hispanoamericanas, como pueblos civilizados, sigan siendo de origen español, y que sus ciudadanos sigan hablando la lengua de Castilla, en que han escrito Alarcón, sor Juana Inés, Valbuena, Gorostiza, Ventura de la Vega, Baralt, Bello y Olmedo; y que los sesenta millones de yanquis, que podrán dentro de poco pasar de ciento, sigan siendo ingleses por su origen, como pueblo civilizado, y sigan hablando la lengua inglesa. Las literaturas de estos pueblos seguirán siendo también literaturas inglesa, portuguesa y española, cual no impide que con el tiempo, o tal vez mañana, o ya salgan autores yanquis que valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra, ni impide tampoco que nazcan en Río de Janeiro, en Pernambuco o en Bahía escritores que valgan más que cuanto Portugal ha producido, o que en Buenos Aires, en Lima, en Méjico, en Bogotá o en Valparaíso lleguen a florecer las ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en Madrid, en Sevilla y en Barcelona.
No niego yo la posibilidad de que los hispanoamericanos nos superen; y si no deseo que se nos adelanten, porque la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, deseo que nos igualen. Lo que niego es que, a no ser por decadencia y no por primor o por adelanto, se vuelvan latinos. Afirmo la persistencia del españolismo, y en este sentido creo que la sentencia del duque de Frías no puede fallar. Durante muchos siglos aún podremos exclamar con dicho poeta:


Españoles seréis, no americanos,



y podremos afirmar que el navegante que vaya por allí desde Europa,


al arrojar el áncora pesada



en las playas antípodas distantes,



verá la Cruz del Gólgota plantada



y escuchará la lengua de Cervantes.



Bolívar pudo sacudir el yugo del tirano Fernando VII; pero el otro yugo, suave y natural, del Manco de Lepanto y del ejército de escritores que le sigue, es yugo que nadie quiere, ni debe, ni puede sacudir.
Otro sentimiento que no nos es favorable se deja traslucir además en el canto Atlántida. Es legítimo, sin duda, el deseo, y no deja de tener fundamento la esperanza que anima a los americanos, esto es, a los descendientes de europeos que fueron a colonizar a América, de que el porvenir de la Humanidad está allí: de que si en Asia, cuna de la civilización, hizo la Humanidad grandes cosas, y de que, si más tarde, tal vez desde las guerras médicas, Europa adquiere la hegemonía, civiliza, domina el mundo y obra mil portentos, todavía América los obrará mayores en lo futuro, eclipsando las glorias de las más ilustres naciones de Asia y de Europa. Hasta este punto, el pensar y el aspirar son razonables y nada tienen de odiosos. Nada hay que decir, pongo por caso, de que un ciudadano de Chicago espere que el esplendor de su ciudad anuble dentro de poco el esplendor de la memoria de Roma, o de que Nueva York haga olvidar a Sidón y a Tiro, o de que por Boston se venga a oscurecer la fama de Atenas. Pero ya es de censurar si, traspasando este límite, se advierte la impaciencia, que tiene algo de antinatural, como cuando un hijo piensa en que se le muera pronto su padre para heredarle, de que decaiga Europa, a fin de que se levanten las naciones de América con superior y no disputada grandeza.
De todos modos, yo no apruebo esta especie de naciente rivalidad entre el mundo nuevo y el viejo, y creo compatible la grandeza de ambos mundos y posible el florecimiento de las naciones de por allá y de la de por acá; pero como de la emulación nacen los grandes hechos, y no hay éxito dichoso donde no hay confianza, aplaudo el júbilo soberbio con que Andrade parece que espera más de su raza que de Europa y que de los yanquis, asegurando que su raza va a cumplir las promesas de oro del porvenir, el cual está reservado (en América se entiende)


   A la raza fecunda



cuyo seno engendró para la Historia



los Césares del genio y de la espada.



Andrade quiere decir con esto, y yo me alegraría de que tuviese razón, pues, aunque quiero bien a los yanquis, quiero más a la gente de mi casta y sangre, que lo grande que tiene aún por hacer la Humanidad lo van a hacer los hispanoamericanos. Ojalá, repito, que sea así. Pero ¿qué necesidad hay para ello de que nos considere ya muertos o arruinados?
Andrade, profetizando en favor de su raza, que él llama latina, exclama:


   Aquí va a realizar lo que no pudo,



el mundo antiguo en los escombros yertos,



la más bella visión de las visiones:



al himno colosal de los desiertos,



la eterna comunión de las naciones



Supongo que el poeta intenta decir, aunque, francamente, lo dice mal, que escuchando el himno colosal de los desiertos, esto es, en medio de la magnífica, exuberante y hermosa Naturaleza de aquel nuevo e inmenso continente, la raza latina realizará al cabo


la eterna comunión de las naciones,



o sea una confederación y consorcio de pueblos libres, prósperos, fuertes, ricos y llenos de altísima cultura.
A nada de esto debe oponerse, sino aplaudir, todo latino de por acá. Lo que yo no apruebo, y lo que no aprobará ningún latino de los de esta banda, es que los latinos de la otra banda pongan como condición, a lo que parece, el que se convierta en escombros yertos este mundo antiguo en el que hemos nacido y en el que vivimos.
En un porvenir remoto, todo, sin embargo, es posible. Tal vez dentro de algunos siglos, en vez de venir los chilenos, peruanos, brasileños, etc., a estudiar, a divertirse y a gozar en escuelas, teatros y bullicios de París, de Roma y hasta de Madrid y Sevilla, aunque decaídas ya estas poblaciones, vengan a visitar sus ruinas como visitan ahora los europeos las ruinas de Persépolis, Palmira, Nínive y Babilonia. Lo que casi no es posible, y vuelvo a mi tema, es que los hispanoamericanos, aun después de ocurrido todo lo que dejo consignado, se conviertan en latinos. ¡Cuidado que a mí me encantan Horacio y Virgilio, y los Gracos y los Escipiones, y Paulo Emilio y Régulo, y los Fabios y los Decios! Aunque propiamente no sean latinas, todas las grandes cosas de la Italia moderna me maravillan también y me atraen. Yo reconozco y bendigo el influjo civilizador de Italia, la cual hasta el siglo XVI, y desde siete siglos antes de Cristo, y aun desde más temprano si contamos con el florecimiento de la Etruria y de la Magna Grecia, es la maestra de las gentes; pero los discípulos no han perdido su ser y dejado de ser lo que eran. Un cordobés, paisano de Lucano y de Séneca; un señorito de Sevilla, paisano casi de Silio Itálico y de los emperadores Trajano, Adriano y Teodosio el Grande, o un natural de Cádiz, paisano de los Balbos, me chocaría a mí que saliese con la tonada de que era latino, cuando tal vez no supiese decir en latín sino el Gloria Patri y el Sicut erat. Hágase usted cargo si me chocará que un ciudadano de Buenos Aires, o de Montevideo, o de Quito, salga con que es latino o de raza latina, como si tuviese a menos o se avergonzase de ser de raza española.
Pero, en fin, nada de esto destruye el mérito de los versos de Andrade, de que seguiré hablando otro día.
Perdone usted que por hoy haya perdido yo tanto tiempo en mi inocente desahogo contra esta latinidad postiza que por moda científica nos han colgado a todos.



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