Hace treinta años justos, cuando murió Azorín, escribí unas palabras que quiero recordar.
"Ahora se han cerrado los ojos de Azorín, que tanto miraron, que tanto supieron ver. Llenos de realidad, de paisajes, de calles, de tiendas de pequeños oficios, de conventos, fondas, álamos junto al río, gentes afanadas, viejos trenes, viejos libros. Letras, innumerables letras menudas que hasta ayer leían desnudos, sin cristales, velados sólo por la melancolía; esas letras que supo acercar tanto a nosotros, que ahora las llevamos cerca del corazón.
Se ha acabado el tiempo de Azorín, ese tiempo tan largo -tan corto hoy-, que consumió en pensar sobre él, en asistir afanosamente a su curso, tratando de convertirlo, con la magia de la palabra, en remanso.
Se ha doblado la última página de su libro, y ahora tenemos que darle la vuelta, con un esfuerzo doloroso, para releerlo, para revivirlo. Qué triste, hablar de Azorín en pretérito, como si fuera uno de sus personajes, de los que creó o los que resucitó salvándolos de la erudición y el olvido.